Un asado familiar transcurre entre el oporto del postre, el vino en damajuana y algunas verdades atragantadas.
Ilustración Michael de Brit.
Era costumbre familiar dividir los gastos al finalizar el asado.
Generalmente el tío Rafael compraba la carne, porque tenía un amigo que trabajaba en la carnicería Trenque Lauquen, la única del pueblo, y le seleccionaba los mejores trozos. Su mujer, la tía Noemí, preparaba las ensaladas y hacía una torta de manzanas para el café. Carlitos llevaba una damajuana de vino y Cata, su esposa, preparaba siempre un postre con vainillas a las que bañaba en oporto, pero tanto les ponía, que hasta los chicos se sentían borrachos después de comerlo.
“Le puse unas gotitas”, aseguraba Cata. “Pero si no se le puede uno acercar que te marea… ponele menos, che… ¡hay chicos!… ¿por qué no le ponés café o zucoa?… así no se puede comer prácticamente…” rezongaba Noemí mientras hacía lugar en la Siam, corriendo las berenjenas en escabeche para ubicar el postre.
Los chicos no pagaban, era regla, aunque algunos comían como lima nueva.
Osvaldo, el hijo de Rafael y Noemí, era el encargado de asar la carne, y desde temprano armaba su reino alrededor de la parrilla. No dejaba que ninguno de sus tres hijos, con los que pasaba el domingo desde su divorcio, se acercase y los mandaba a jugar a la pelota lejos, lo más lejos posible, les decía. Acomodaba la radio en la que transmitían la carrera de Turismo Carretera a un costado, un plato de madera en el que cortaba rodajitas de morcilla fría que convidaba cual canapés a los que se acercaban al fuego, la botella de Cinzano y un sifón Drago. Le gustaba ese plan, sentirse útil y necesario para la familia y habilidoso en algún sentido. Se había quedado sin laburo dos años atrás, teniendo que volver a la casita de los viejos, y eso lo había devastado moralmente. Los días le pasaban iguales y grises, y eran los domingos de asado familiar la excepción a la regla: ahí era productivo, junto a la parrilla humeante y al ruido de motores que rugían en el parlante de la portátil.
Se sumaban luego la prima Marta, que traía su propio vino en botella de tres cuartos, “porque yo no puedo tomar ese vino berreta que toman ustedes, me da acidez y me hace doler la cabeza, no sé como hacen para sobrevivir a esa porquería”, ante la mirada colérica de Carlitos, que aseguraba que el vino que él llevaba era de lo mejor. Marta llegaba sola y no podía permanecer quieta, incluso una vez desenrolló la manguera y se puso a baldear la vereda mientras se cocía la carne, frotando la escoba con furia sobre las baldosas, ante el desconcierto de Noemí, la dueña de casa. “¿Me está queriendo decir que soy sucia?”, inquirió al resto. “¡Dejala!… ya sabés como es… que se entretenga ahí con la manguera, nosotros no le demos bolilla que es peor… de paso te baldea la vereda gratis…” la calmaba Rafael.
Más tarde llegaba la tía Dominga con su hijo, Esteban, un grandote de alrededor de cuarenta que tocaba el bajo en una banda que hacía tributo a Pappo. Parecía mentira que del cuerpito esmirriado de la tía hubiese podido salir ese pedazo de muchacho de un metro noventa, con ese vozarrón y esa campera negra de cuero que se puso a los dieciocho y nunca más se sacó. Estrujaba en su abrazo a las otras tías, que se reían ahogadas bajo el pelo largo del rockero. “¿Tocaste anoche?” le preguntaba Osvaldo desde la parrilla, “vení que te preparo un Cinzano… un día te voy a ir a ver…. ¿van lindas minas?” y Esteban se acercaba a contar anécdotas de la noche que hacían llorar de risa al parrillero. “Vos sí que sabés vivir…”, lo alentaba Osvaldo.
Los últimos en llegar eran los tíos Pepe y Dorita, porque cerraban la ferretería de la que eran propietarios a la una y después pasaban a buscar a Elena por la casa. “Ay, nena, ¿recién te levantaste?”, la recibía la tía Noemí, “¡lo que es la juventud!”… Elena ponía el cachete para recibir el beso de las tías, frunciendo los ojos con aprensión y sin contestar a los saludos. Nada de lo que decían o hacían los que estaban en el almuerzo familiar le importaba en lo más mínimo, pero en esos tiempos este tipo de obligaciones se cumplían sin chistar “por lo menos mientras estés viviendo bajo mi techo”, le decía siempre su madre Dorita. La nena apenas comía un poco de ensalada, y permanecía el resto del tiempo limándose las uñas, más que nada para no tener que ayudar a juntar la mesa ni a lavar los platos, “¡me acabo de hacer las uñas!”.
La cuestión que el almuerzo pasaba con acalorados debates sobre política, acontecimientos que involucraban a algún famoso y temas financieros, de los que nadie entendía mucho, pero que la realidad argentina había impuesto. Plazos fijos, deuda externa, cuernos, peleas mediáticas, controversias deportivas; propuestas de pena de muerte, topadoras arrasantes que se llevaban barrios enteros y exilios forzados a la isla Martín García, chocaban con expropiación de campos, expulsión de la Iglesia del país y nacionalización de recursos.
Pasaba el postre, y Esteban agarraba distraídamente la guitarra criolla, empezando de a poquito, con algún blues, para terminar vociferando “Jugo de tomate fríoooooo….” hasta que la tía Noemí le rogaba que tocara “Paisaje de Catamarca” y que bajara los decibeles, que iba a venir la policía.
Hasta ahí nadie imaginó que ese domingo, tan como todos los anteriores, iba a ser el último en el que se reunieran en la casa del tío Rafael. Hasta que llegó el momento de hacer la suma y la división.
“¿Cuánto te salió el salamín y el queso, Pepe?”, preguntó Osvaldo sin levantar la mirada del papel en el que hacía la cuenta. “Nada, che, que se yo…. Dejalo, eso dejalo”, respondió Pepe haciéndose el desinteresado en los bienes materiales. “No, dale, decí cuanto te costó, si no se arma lío en la cuenta… si cada uno dice lo mismo, es un problema… que sería, masomenos, medio kilo de queso Mar del Plata, ¿no?” preguntaba Osvaldo por encima de los anteojos de leer. “Nooooo”, intervenía Dorita, “era mucho más de medio kilo… y era fontina, no Mar del Plata… más picantito….”
Y así cada aporte era tema de forcejeo y análisis, hasta que la suma estuvo terminada.
“Bueno”, anunció Osvaldo, “son $1386. Dividido once…”
“¡¿Cómo dividido once?! ¡Dividido diez!”, se alarmó Pepe. “La tía Dominga y Esteban cuentan como uno, siempre hicimos así…”
-Bueno…, se sumó Noemí poniéndose instintivamente del lado de su hijo, pero Esteban ya es un tipo hecho y derecho, mientras era un nene todo bien, los chicos no pagan, pero ya es tremendo boludón, perdón tía Dominga, es una manera de decir, ya se tendría que pagar él su propia parte, ¿no te parece?
La tía Dominga argumentó débilmente que la música no dejaba dinero y que ella solo cobraba la mínima, y que en realidad los límites de entre “chico” y “adulto” no estaban muy claros.
“Bueno, está claro que a los treinta y siete años se es un adulto, tía… acá y en la China….yo entiendo que es tu hijo y lo defendés, pero la verdad es que no puede ser que siga viviendo a costa tuya, si quiere seguir dándole a la guitarrita, que siga, pero…”, apoyó Cata que no perdía ocasión de desatar su inquina contra el mundo en general y contra los que hacen lo que se les canta en particular.
-El bajo.
-¿Qué?
-Que toca el bajo, no la guitarrita. La guitarra tiene seis cuerdas y el bajo cuatro, y más gruesas.
Osvaldo, que estaba más que entonado con la damajuana y el oporto del postre, estalló.
-¿¡Pero desde cuándo yo le tengo que pagar la comida a un vago que ni siquiera es mi hijo? Yo ya tengo tres pibes a los que mantener, y estoy sin laburo, como para sumar otra boca…”
–Sin laburo estás porque querés, perdoname que te diga Osvaldo. Yo te ofrecí mil veces que salieras a vender cosas de la ferretería a las ferias de los barrios, pero claro, el tipo si no va de gerente….- dijo Pepe mientras limpiaba parsimoniosamente sus anteojos de leer que, colgados de su cuello con una cadenita, habían acumulado migas durante el almuerzo.
A todo esto, Esteban, la piedra de la discordia, volvió de comprar puchos.
-Tuve que ir a la estación de servicio, la Pochi ya había cerrado…, dijo sonriente mientras se acomodaba el pelo en una colita, ¿qué pasa? ¡qué caras de velorio!
-Nada pasa, se apresuró la tía Dominga, nada. Que nos vamos.
-Ahhhh,sí, claro, ironizó Cata, que “el nene” no se entere que tiene que pagar su parte del asado, a ver si le creamos un trauma psicológico….
A Esteban se le borró la sonrisa.
-Veo que se pudrió todo, ¿no? Claro, los caretas de siempre, los “señores legales”, a los que les gustan las cuentas claras, pero… ¡no te dan un ticket ni que te matés!, exclamó mirando significativamente a su tío Pepe.
Y así la cosa se desmadró.
Que cuándo estuviste vos en la ferretería, que por qué no paga su parte Elena, que por qué apenas comió un poco de ensalada, y que no te metás conmigo, y que me meto con quién quiero, y que si vos te llevás lo que sobró del postre por qué tenemos que pagarlo entero, y que bueno, yo tampoco les cobro el detergente con el que después lavo los platos y bien que todos vienen, sientan el culo, comen y se rajan…
Nadie escuchaba a nadie, todos tenían muchas verdades que soltar y dejaban su parte airadamente sobre la mesa, menos Esteban, que antes pegó un portazo mandando a todos al infierno.
-Esperame, Esteban, que si no me tengo que ir sola….-dijo la tía Dominga mientras se ponía el tapadito de paño que lucía hacía dos décadas.
Se dio vuelta antes de salir y miró con los ojos llameantes a Osvaldo.
-¿Sabés que tenés vos? Envidia. Porque sos un fracasado y Esteban pudo realizar su vocación y eso te duele…
Osvaldo se derrumbó en la silla, agotado por la discusión.
Todos se fueron en silencio, sin saludar, algunos con cierto alivio al saber que los domingos familiares llegaban a su fin, de una vez por todas.
Es que no siempre es tan bueno ir juntos a la par y caminos desandar, pensó Noemí mientras guardaba la guitarra criolla en la funda y se ponía a lavar los platos.
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